En el saber popular existen varios refranes que, de tan trillados, muchas veces se olvidan en el momento de actuar. Uno de los más difundidos se refiere a la conveniencia de “prevenir antes que curar”.
Se trata de una cuestión de sentido común, corregir algo que está mal siempre exige esfuerzo adicional, lleva tiempo, y habitualmente es mucho más caro que tomar preventivamente ciertos recaudos en el momento oportuno. Ejemplos hay de sobra.
La formación empresaria siempre ha exigido, entre otras cosas, la capacidad de saber anticiparse, aún en ámbitos de permanente cambio e inestabilidad cíclica a los que ya estamos acostumbrados como país. Resulta necesario tener visión de líder, planteando objetivos claros, con elasticidad para adaptarse a posibles imprevistos, haciendo bien las cosas desde el principio. ¿Cómo? Mediante una planificación inteligente y un método de control eficiente para garantizar la calidad total durante todo el proceso de producción y distribución del producto, o de gestión del servicio, hasta llegar al consumidor final.
Uno de los posibles caminos para establecer contacto con el consumidor es la publicidad, una herramienta formidable para informar sobre los atributos de la marca a vender, que requiere tener creatividad y saber persuadir, encontrándose amparada por el derecho a la libertad de expresión.
Pero, como todo derecho, éste debe ser ejercido con suma responsabilidad, tanto por parte de las agencias como de los anunciantes, en especial, considerando los posibles efectos del mensaje sobre la audiencia, que muchas veces es más amplia que el target previsto, intencionalmente o no. El posible efecto no es tan previsible. No es lo mismo un niño, que una persona mayor o un adolescente.
Afortunadamente, se han superado viejas teorías de la comunicación que planteaban al consumidor como un simple receptor de un mensaje lineal con un resultado único, corroborándose, muy por el contrario, que los integrantes del público tienen sus propias características individuales que provocarán que respondan de manera particular frente al mensaje.
Aunque existen ciertas industrias que por su naturaleza deben ser particularmente cuidadosas con sus comunicaciones (alimentos; bebidas alcohólicas; energía; medicamentos; publicidad infantil; etc.), la responsabilidad les cabe a todas. En este sentido, cobra particular trascendencia la necesidad de actuar proactivamente, no limitarse a la reacción frente al problema, sino evitarlo desde el comienzo. Para esto, es fundamental que la empresa mantenga una coherencia interna entre lo que dice y lo que hace, mediante una voz unificada y clara que sea compartida por todos los niveles de la estructura organizacional. Además, debe guardarse respeto hacia los cuatro pilares que sustentan la autorregulación de la propia industria publicitaria: legalidad; veracidad; lealtad comercial; y decencia.
Dentro de este contexto, el sentido de responsabilidad social debe ser incorporado desde los inicios de la formación profesional, precisamente porque forma parte ineludible de la futura carrera. Va mucho más allá de una simple demanda de los accionistas, es una obligación ética para fortalecer la credibilidad de la publicidad en beneficio del consumidor, la comunidad y la propia industria.
La publicidad es la voz más evidente de una marca, por lo que debe cuidar lo que dice y cómo lo hace. Si falta información está engañando por omisión, pero si la promesa es excesiva, seguramente despertará la desconfianza.
Ahora bien, considerando que la publicidad no tiene la función de educar a la sociedad -aunque tampoco la de “des-educar”- merece reflexionar, en los tiempos que corren, si las empresas y las agencias, socialmente más responsables, no deberían hacer un esfuerzo por delinear caminos a recorrer a través de las narrativas y las historias que nos cuentan las marcas. Crear mensajes con calidad, riqueza en los contenidos, atractivos, respetuosos del consumidor y los valores sociales. Una publicidad que no apunte sólo a la venta desinteresada; que alimente a los consumos materiales pero también los intelectuales, aquellos que tienen que ver con la producción de cultura y de una matriz intelectual diferente. Porque la publicidad no sólo es un mensaje comercial; transmite valores culturales, ofrece modelos de identificación, sitúa a los consumidores en experiencias más amplias, produce sentido social.
Hoy en día, cuando el auge de lo efímero, la instantaneidad, la “líquidez”, la rápida e incesante mutabilidad de las cosas y de los escenarios, también parece afectar a los valores elementales, más que nunca, tenemos que preguntarnos por los dilemas y valores éticos implicados en la profesión. Aquellos que tienen que ver con la integridad, la honestidad y la responsabilidad. Problematizar, además, qué importancia y qué lugar le dan hoy las instituciones educativas a la enseñanza de la ética, la responsabilidad social, la aplicación de juicios y el debate sobre los valores, particularmente, en las carreras de negocios.
Si la publicidad tiene el poder y la capacidad de dar identidad a los consumidores, tenemos que ser responsables y conscientes sobre las percepciones, evaluaciones (y, por lo tanto, un determinado tipo de acciones) que incitan nuestras comunicaciones. El desafío no es menor: repensar “La Publicidad”, nuestro rol profesional y qué tipo de sociedad contribuye a formar nuestra actividad.
Por Miguel Daschuta / Vicepresidente del Consejo de Autorregulación Publicitaria (CONARP) y Presidente de MGD Comunicaciones